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Interview

Política y filosofía colombiana. Una conversación con Laura Quintana

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10 November 2025

Política y filosofía colombiana. Una conversación con Laura Quintana
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Mesa vacía con niño hambriento, Pedro Nel Gómez, 1935; Image credit: Wikimedia Commons

En esta entrevista, la filósofa colombiana Laura Quintana complejiza la historia y la definición de las emociones y los afectos para abordar cuestiones de desigualdad, identidad y violencia en sus dimensiones materiales y simbólicas. Basándose en ello, responde a las preguntas de si se puede, y de qué manera, hacer filosofía contra su identificación y tradiciones eurocéntricas dominantes. Esboza una visión de la filosofía colombiana, por ejemplo, a través de la situacionalidad en lugar de la identidad, donde el hecho principal con el que hay que lidiar es el carácter construido y heredado colonialmente de la violencia. Argumenta que la violencia tiene que ver con la capacidad de destruir las relaciones que sostienen y dan sentido a la vida de una persona, y que puede manifestarse de formas muy diversas; sin embargo, han existido numerosos esfuerzos para contrarrestar estas violencias, Quintana propone una nueva forma de valorar la filosofía: «la filosofía es profundamente útil, pues permite complejizar la experiencia, someter a crítica lo que daña y cuestionar esa noción estrecha de utilidad que ha encerrado la vida en una lógica de rendimiento destructiva y empobrecedora.

Laura Quintana es profesora de filosofía de la Universidad de Los Andes (Bogotá, Colombia). Sus intereses están concentrados en la política, la estética, el arte como también la situación social de Colombia, como también las posibilidades de resistencia política. Sus investigaciones son realizadas a través de estudios interdisciplinarios en donde se relacionan la filosofía, la antropología, literatura, cine y artes plásticas.


Dada la importancia de su obra, conversamos en Philosophy World Democracy con la profesora Quintana.

 

Mauricio García: Podemos empezar con las reflexiones generales que has venido haciendo en términos filosóficos que tienen que ver con los afectos, la rabia, el problema del cuerpo y similares. Hoy en día, ya sea desde la psicología, desde la educación, pues como nuestro ámbito, o inclusive otras formas de reflexión, que para mí tienen más bien un corte si se quiere empresarial, como el coaching, el mindfulness, inclusive el tipo de estoicismo popular se habla mucho sobre las emociones, los afectos y sobre todo la importancia de expresarlas. Y si nos quedamos propiamente en el ámbito de la educación y la gestión de la misma, cada vez más se hace necesario tener en cuenta todo este mundo de las emociones, como una forma para comprendernos a nosotros mismos, como también con todos aquellos con quienes nos relacionamos.


Pero hay un problema, y es que no se sabe qué son las emociones, los afectos. Como que se parte del hecho de que ya sabemos qué es eso. Entonces mi primera pregunta va en torno a eso, si tú nos podrías dar alguna definición o una reflexión inicial sobre qué son las emociones o los afectos.


Laura Quintana: Sí, a mí me interesa destacar cómo el lenguaje de las emociones depende de una historia que está muy vinculada con la emergencia de los saberes psicológicos, sobre cómo entender la psique humana, cómo estudiar el ser humano, y lo que lo mueve. Más aún, se trata de una noción históricamente arraigada en la preocupación por comprender los comportamientos desviados y regularlos. De ahí que con frecuencia se haya prestado a prácticas de conducción del comportamiento desde marcos funcionalistas orientados a la integración social, aun cuando no sea esta la única manera de abordar las emociones. Existen lecturas críticas que las han pensado más allá de la regulación y el control individual, o que han destacado su dimensión colectiva. Sin embargo, considero que el término ha tendido a favorecer procesos de individualización y psicologización de la vida afectiva, articulándose con discursos de management, diversas prácticas psicológicas, planteamientos pedagógicos, así como con productos audiovisuales y publicitarios que buscan gestionar y gobernar el comportamiento individual.


Desde estas visiones regulativas del comportamiento, lo emocional suele pensarse como algo categorizable, clasificable. Las emociones se objetualizan (se distancian, se especifican, se identifican) y se buscan estudiar a través de experimentaciones neurocientíficas, estudios psicológicos, análisis comportamentales. De la mano de esto muchas veces se organizan en esquemas que establecen fronteras rígidas y valorativas: emociones buenas o malas, sociales o asociales. De allí el énfasis en la “gestión emocional”, la “inteligencia emocional”, la motivación y el control racional, orientados a evitar las emociones disruptivas o negativas, en nombre de la integración y la funcionalidad social. Esto refuerza la idea de que lo emocional corresponde a la vida psíquica del sujeto, afectada por su entorno pero controlable a través de su autorresponsabilidad individual. En consecuencia, las emociones disruptivas (como la tristeza o la rabia) pueden ser consideradas “malas” y, al patologizarse o localizarse en ciertos individuos y contextos específicos, se invisibilizan dinámicas sociales más amplias y corrosivas, difíciles de reproducir en un laboratorio o de reducir a identidades culturales fijas. Este enfoque termina promoviendo así modelos conformistas que reafirman un statu quo.


La noción de afecto apunta en otra dirección, pues remite a un vocabulario en el que, siguiendo a Spinoza, el afecto se entiende como el efecto que un cuerpo produce sobre otro. Este planteamiento, vinculado a la filosofía vitalista, resalta la relacionalidad: los cuerpos -entendidos no como entidades aisladas sino como complejos de vínculos biológicos, culturales e históricos- son siempre vulnerables, alterables y codependientes, en permanente interacción con otros cuerpos, espacios, tecnologías y prácticas. El afecto, en este sentido, no puede reducirse a lo que siente un sujeto individual, ni a una mera interacción entre sujetos ya constituidos, sino que se genera en ensamblajes heterogéneos de condiciones que se afectan mutuamente. Lo decisivo es su carácter generativo: un afecto nunca emerge de la nada, sino de condiciones previas que a su vez propician nuevas transformaciones. De allí que lo afectivo se exprese en cadenas de emergencia históricamente situadas, donde las interacciones entre cuerpos, instituciones y tecnologías van configurando modos de subjetivación, formas de memoria corporal y hábitos de relación.


Ahora bien, estos ensamblajes afectivos cruzan fronteras que no se dejan fijar: lo biológico y lo cultural, lo individual y lo colectivo, lo íntimo y lo político se interpenetran constantemente. Por eso los afectos no pueden objetivarse ni clasificarse en términos rígidos de “buenos” o “malos”. Los denominados afectos “tristes”, como la rabia o la tristeza, pueden ser vitales al propiciar el reconocimiento de una injusticia o la elaboración de una pérdida; mientras que afectos considerados “positivos”, como el amor, la compasión o la alegría, pueden volverse tóxicos cuando imponen ideales inalcanzables, niegan la vulnerabilidad o refuerzan formas de control y condescendencia. En realidad, los afectos se desplazan, se contaminan y se transforman: el amor a la familia o a la nación puede devenir en odio, el deseo de éxito en sentimiento de fracaso, la angustia en motor creativo. No existen, pues, afectos universales y puros, sino pasajes y devenires situados, atravesados por condiciones históricas y sociales que los hacen siempre inestables y conflictivos. Pensar esta emergencia histórica de lo afectivo es clave para politizar estos fenómenos y entender sus condiciones de emergencia.


García: En buena parte de lo que tú estás diciendo, sobre todo del lado de los afectos, está la condición histórica y social de los mismos. Y creo que es algo en lo que has sido muy enfática en distintas intervenciones, libros, artículos, entre otros. La primera pregunta que hice es, más allá de un asunto introductorio, es quizás pensar por un lado la clásica distinción entre cuerpo y alma muy propia de la filosofía. Desde lo propio de lo que has reflexionado, pero también considero que los afectos se utilizan para unos fines propios de lo que se podría considerar una racionalidad económica que hoy en día se le llama neoliberalismo, que no es sino otra etapa más del capitalismo. Trayendo lo de los afectos a la condición histórica y social, ¿cómo se manifiestan en la vida cotidiana, por ejemplo, en Colombia?



Quintana: Son varias preguntas. No estoy segura de comprender del todo la relación entre el asunto del cuerpo y el alma y la última cuestión que planteabas, pero hablar de lo afectivo en el sentido que acabo de señalar supone un monismo: solo existe el cuerpo, su materialidad. El alma no es algo distinto, sino un efecto de los arreglos materiales y corporales, de relaciones que son también materiales. Esa materialidad, sin embargo, no es uniforme, sino heterogénea y compleja; está atravesada por múltiples interacciones que producen efectos diversos y que pueden desplegarse de maneras más o menos inesperadas o intensivas. Es una concepción de la materialidad como proceso, en donde las relaciones configuran efectos siempre variables.


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Lo que llamamos alma es, entonces, una configuración de sujetos producida en procesos donde intervienen dimensiones biológicas, sociales e históricas. La biología misma se ve afectada por lo social y lo histórico, de modo que diferenciar esas esferas es, en parte, artificioso: lo biológico siempre es social y lo social siempre es biológico. Marcar fronteras es solo una forma de nombrar procesos que, en realidad, son múltiples interacciones. Analizar todo esto implica reconocer que nuestras experiencias corporales y las formas de subjetivación ligadas a ellas se inscriben en arreglos sociales sedimentados en el tiempo, heterogéneos y complejos. En un país como Colombia, estos arreglos remiten a las prácticas de colonización que dieron forma a su historia, a los modos de explotación económica asociados a esos procesos, a las ordenaciones republicanas que los continuaron y a dinámicas persistentes como el racismo y el machismo. A la vez, se suman prácticas más contemporáneas, como los mecanismos de gestión mediados por redes informáticas, que también reproducen lógicas de racialización. Así, los arreglos sociales generan variaciones a través de interacciones constantes, pero también persistencias en medio de las transformaciones. Como corporalidades, somos afectados tanto por esas dinámicas de larga duración como por las más recientes, y nuestras experiencias corporales están atravesadas por todo ello. Esto no significa que no exista un margen para modificaciones singulares: cada vida es única, pero se sostiene sobre un suelo común de condicionamientos compartidos, aunque modulados por diferencias de biografía, lugar de vida o privilegios.


En este sentido, los afectos se configuran en relaciones históricamente situadas que atraviesan lugares, temporalidades y experiencias, generando posiciones de sujetos diferenciadas, pero siempre modificables, pues los sujetos no son estáticos, como tampoco lo son las configuraciones culturales. Pensar en clave afectiva implica considerar cómo las experiencias biográficas, comunitarias o históricas en un contexto particular condensan afectos que inciden en la vida económica y social, pero también en las experiencias estéticas, sensoriales y en las formas de reconocimiento entre sujetos. Se trata, pues, de un enfoque atento a las relaciones que dan vida a los fenómenos y que puede orientarse en direcciones diversas.


García: Considero que uno de los elementos más importantes que ha tenido la filosofía colombiana como reflexión es la violencia. Cuando hablas, por ejemplo, del suelo común, la configuración de los afectos, creo que eso va hablando un poquito, o bastante más bien, de la experiencia que tenemos de nosotros mismos, pero también la experiencia del otro, y cómo están interrelacionadas. Y de manera introductoria o para complejizar un poquito el asunto, yo quería traer a colación una tesis respecto a la reflexión filosófica que se ha hecho sobre la violencia y la experiencia del otro, una tesis de corte fenomenológico y también antropológico. La tesis dice o se pregunta por qué los perpetradores son capaces de cometer las violaciones. Y la conclusión dice que ha sido posible así, puesto que los violadores ven a los demás, es decir, a sus víctimas, como animales. Es decir, los despojan de toda humanidad. Y ante el despojo de esa humanidad es que, digamos, se ven, si se quiere, entre comillas, facultados para violar a esas personas, puesto que no importa porque no son humanos. Pero más allá de esta tesis, lo que yo te quiero preguntar es, bueno, ¿tú qué análisis haces o qué reflexiones nos puedes dar de los colombianos, por qué somos, cómo somos, en torno a la violencia social, política y económica.


Y, ¿cómo consideras que es la experiencia que nosotros tenemos de las demás personas?


Quintana: Sin duda hay muchas hipótesis sobre la manera en que ciertas formas de violencia resultan especialmente cruentas, pues, como sabemos, la violencia adopta múltiples modalidades. Estas siempre se encuentran en relación: toda violencia simbólica es material y toda violencia material es simbólica. En esa medida, es imposible pensar en la eliminación absoluta de la violencia, ya que incluso la simbólica acompaña inevitablemente la existencia humana. Ello no significa que los seres humanos sean naturalmente violentos, sino que el hecho de vivir en un mundo relacional implica que esas relaciones, siempre frágiles, pueden romperse. Al depender de sujetos vulnerables y de formas de co-dependencia marcadas por el conflicto, siempre está presente la posibilidad de daño y destrucción. Desde mi perspectiva, la violencia tiene que ver con la capacidad de destruir relaciones que sostienen y dan sentido a la vida de alguien, lo que puede manifestarse de maneras muy diversas.

Ciertas violencias, sin embargo, son más destructivas que otras, como aquellas que buscan clausurar las posibilidades mismas de un cuerpo, o que afectan no solo a individuos, sino a comunidades enteras y a grupos sociales específicos. Allí emergen formas de deshumanización, que pueden ser descritas como procesos de animalización o incluso de cosificación, en los que el otro es reducido al punto de volverse prescindible y eliminable. Este desprecio se aprende, se enseña y se reproduce, alimentando la percepción del otro como amenaza o peligro, lo que facilita la justificación de violencias extremas. Por ello me parece equivocado afirmar que los colombianos son naturalmente violentos, pues ello esencializa un fenómeno que tiene raíces históricas y sociales, y reproduce un estigma dañino.


Colombia, en efecto, ha sido un país vertebrado por violencias sistemáticas y crueles, que a menudo se han normalizado y naturalizado, dificultando su crítica. El origen de estas violencias se encuentra en la configuración colonial, donde el poder se ejerció apropiando territorios y cuerpos, decidiendo sobre sus destinos de forma radicalmente violenta. Posteriormente, como lo han mostrado diversos estudios, el país no cuestionó esas jerarquías coloniales, sino que se organizó sobre la base de poderes que reprodujeron desigualdades sociales, raciales y de género, asegurando la dominación de unos cuerpos sobre otros.


Estas relaciones sistemáticas de desigualdad han configurado la vida sensorial y afectiva, enseñando a despreciar ciertos cuerpos y a asumir que hay vidas que valen más que otras. También han fijado territorios como periféricos, destinados al abandono, sin la misma infraestructura que los considerados “centrales”. Este desprecio institucionalizado ha reproducido violencias que, a su vez, han generado respuestas retaliativas o revolucionarias. Algunas de estas han buscado transformar el país, pero lo han hecho recurriendo a estructuras militaristas, ligadas también al aprovechamiento de recursos y a prácticas de apropiación territorial. De este modo, la experiencia institucional en Colombia no solo ha configurado relaciones entre sujetos, sino también relaciones con la naturaleza, que han sido igualmente violentas.


Lo sorprendente es que, a pesar de todo, han existido numerosos esfuerzos por contrarrestar estas violencias. Colombia no solo ha estado atravesada por estructuras de opresión, sino también por prácticas emancipatorias y resistencias. Estas, sin embargo, tampoco pueden idealizarse, ya que en ocasiones han reproducido dinámicas de machismo, racismo o jerarquías guerreras. Aun así, han representado intentos por desmantelar formas sistemáticas de violencia y por construir proyectos más igualitarios.


En mi opinión, la peor violencia en Colombia es la naturalización de la desigualdad. Esa aceptación tácita de jerarquías es la que sostiene muchas de las violencias cotidianas, de las agresiones y de los gestos de desprecio que conforman el suelo sobre el que se desarrolla la vida social en el país.


Estudio para la violencia, Alejandro Obregón, 1962; Image credit: Banrep cultural
Estudio para la violencia, Alejandro Obregón, 1962; Image credit: Banrep cultural

García: Si bien relacionado con las reflexiones anteriores, pero si se quiere mucho más específico, quisiera preguntar por el ejercicio propio de la filosofía. En Philosophy World Democracy si tiene el interés por reflexionar sobre nuevas formas de hacer filosofía y lo que he visto de tus reflexiones es que no se pueden desligar de un contexto muy específico, una especie de tradición filosófica colombiana- Sin embargo muchas veces la filosofía se ha visto como desde afuera, si se quiere con un poco de desdén por aquellas personas que no la han estudiado, Y desde la misma academia, pues el ejercicio filosófico ha quedado como una exégesis de autores y de opiniones filosóficas. Sin embargo, cuando uno ve la misma historia de la filosofía, uno se da cuenta que la misma historia de la filosofía desmiente que la filosofía se quede únicamente en las aulas, o en abstracciones, o en elucubraciones. Solamente por poner un ejemplo, cuando uno habla de la teoría de las ideas de Platón, que es como la abstracción en la abstracción. Uno siempre la aprende desde el famoso mito de la caverna me par; sin embargo, me parece muy difícil comprender ese mito de la caverna si no se tiene en cuenta que al parecer Platón lo escribió pensando en las minas de sal que existían en la antigua Atenas. Tranquilamente lo pudo haber hecho en una casa, en un salón oscuro, lo que sea. 


En todo ese sentido, ¿tú crees que hoy en día es posible hablar de una filosofía colombiana?

Así como hoy en día uno estudia la filosofía griega, los estoicos, la filosofía moderna, ¿o consideras que este tipo de generalizaciones no tienen ningún tipo de sentido hacerlas? ¿Piensas que es posible hablar de una filosofía colombiana?


Quintana: Es una buena y difícil pregunta, y creo que admite dos respuestas. Por un lado, podría entenderse por “filosofía colombiana” la filosofía producida en este país, se ocupe o no de pensar las circunstancias concretas de Colombia. Quien trabaja sobre Descartes, por ejemplo, puede ser colombiano, y aun así su lectura no será idéntica a la de un francés o un alemán. En ese sentido, todo ejercicio filosófico hecho desde aquí lleva una marca de situacionalidad.


Sin embargo, hay quienes, incluso dedicándose a la filosofía griega, buscan hacer explícito ese lugar de enunciación y reconocer la manera en que este influye en su pensamiento. También están quienes intentan intervenir directamente en dicho lugar para producir interpretaciones sobre realidades que atañen específicamente a Colombia, y al abordar problemas que conciernen a este país.


Dicho esto, no considero que pensar desde aquí suponga simplemente elaborar una “filosofía de la identidad colombiana” o un “colombianismo” filosófico. Situarse no significa encerrarse en una localización fija o cerrada, sino reconocer que se habita un lugar complejo, ya atravesado por múltiples lógicas. Lo que llamamos “realidad colombiana” está constituido también por dinámicas globales; todo espacio local está afectado por ellas. Comprender muchos de los problemas de este país exige, por tanto, ponerlos en relación con esas dinámicas más amplias.


Por esta razón me interesa establecer diálogos con perspectivas que provienen de otros ámbitos, no estrictamente filosóficos, como la literatura, el cine, la tecnología o el arte. Situarse implica también abrirse a esos cruces y a esos encuentros. En este sentido, sí existe una filosofía colombiana, pero puede adoptar formas muy diversas: desde quienes piensan problemas globales desde aquí hasta quienes se concentran en cuestiones ligadas más directamente a nuestra realidad histórica y social.


García: Siempre está esa pregunta por la forma de hacer filosofía, tal vez por la misma forma como tradicionalmente se ha enseñado la misma filosofía, con unas divisiones muy específicas entre corrientes y momentos. Y en ese mismo sentido, y haciendo alusión a una idea tuya de que para muchas personas hoy en día hay cierto cansancio, si se quiere, en estos discursos y libros y publicaciones de autoayuda. Y que ante eso ves que las personas están en busca de otro tipo de discursos, reflexiones por lo menos más elaboradas, y quizás eso ha llevado a que se utilice mucho la famosa palabra estoicismo como forma de reflexión filosófica. Soy un poco escéptico ante el hecho de que las personas estén buscando otro tipo de reflexiones, no porque no lo puedan hacer o realmente no lo quieran, sino que más bien se tiende a querer una forma de ver la filosofía como una ayuda para algo. Considero que muchos de esos discursos son una forma en que el capitalismo se reproduce a sí mismo como una especie de dispositivo, pues este sistema tiene una gran capacidad, asombrosa además, de reproducirse de múltiples formas En este mismo sentido encuentro dos preguntas relacionadas, y es por qué la filosofía no se puede considerar autoayuda, y, si ante la crítica de las personas de que no sirve, si se puede hablar de alguna utilidad de la filosofía. 


Quintana: Antes de responder a esas dos preguntas, quisiera referirme a lo que mencionabas sobre tu escepticismo frente a la capacidad de captura del capitalismo. Es claro que el capitalismo -un régimen heterogéneo que se difunde en múltiples discursos y prácticas- tiene un gran potencial de captura, incluso de lo disidente. Sin embargo, pienso que esa captura nunca es totalizante: siempre queda un resquicio para la agencia, que puede hacerse valer de maneras inadvertidas. He visto que muchas personas reconocen esa experiencia, aunque no sea la mayoría, ya que las formas hegemónicas de autocomprensión y producción de deseo son muy poderosas. Aun así, percibo cierto cansancio, incluso en personas inesperadas, en sus interacciones cotidianas: frente a las condiciones laborales, las narrativas mediáticas o las formas de vida que padecen. Ese cansancio suele traducirse más en resignación o impotencia, una inercia que asume que no hay mucho por hacer. Pero cuando logran acceder a narrativas más complejas -por ejemplo, medios interpretativos o crónicas que densifican la realidad- encuentro que muchas personas, aunque no tengan formación académica, hallan allí un espacio de reflexión. A eso me refería al marcar la diferencia entre filosofía y autoayuda.


La autoayuda, hoy rebautizada como “narrativas del bienestar”, sigue siendo un discurso centrado en la resiliencia. Parte de la aceptación de que habrá daño y sufrimiento -no solo dolor, sino dolor sin razón e intensificado- y propone integrarlos como oportunidades de crecimiento y autoafirmación. Lo problemático es que no interroga las condiciones que producen ese daño: lo justifica como ocasión de realización personal. Así, se consolida una visión confirmatoria del mundo social, en la que el sujeto debe absorber todo lo que le ocurre para reafirmarse como alguien orientado a la autopotenciación, la autopoiesis y el crecimiento, sin cuestionarse nunca a sí mismo ni al mundo que habita. Son discursos simplificadores, poco críticos, que aplanan la complejidad de la experiencia.


La filosofía, en cambio, incluso en sus vertientes más conservadoras, si es buena filosofía, introduce complejidad. Platón, por ejemplo, puede sostener un modelo antidemocrático de sociedad, pero aun así es un autor que no reduce la realidad, que abre matices, posibilidades de relectura y espacios de poeticidad. La filosofía responde a un lugar de lentitud, de reflexión y de densificación, justamente lo opuesto al aplanamiento característico de la autoayuda.


En cuanto a la cuestión de la utilidad, bajo la lógica capitalista se impuso un pensamiento funcionalista de costo-beneficio y maximización del rendimiento. Todo debe demostrarse útil bajo esos parámetros estrechos. Paradójicamente, ese discurso utilitarista resulta poco útil en un sentido amplio, pues está destruyendo el planeta. Más bien cabría cuestionar qué tan vitalmente útil es un modelo que se presenta como medida de toda utilidad. Desde otra concepción, la utilidad debería pensarse en términos de lo que potencia la vida: relaciones que no destruyen, capacidades que se amplían, posibilidades de comprensión que se expanden. Bajo esta lógica, la filosofía es profundamente útil, pues permite complejizar la experiencia, someter a crítica lo que daña y cuestionar esa noción estrecha de utilidad que ha encerrado la vida en una lógica de rendimiento destructiva y empobrecedora.


García: La última pregunta que tengo es, en relación a lo anterior, y quizás pueda ser redundante, pero ya quiero apelar es a ti como profesora: ¿por qué seguir enseñando filosofía? Ante esos mismos discursos o formas en que opera el sistema, en esa misma lógica que tú mencionabas antes de la utilidad y ante otro tipo de problemas como asuntos de financiación, inclusive del mismo proyecto de vida de las personas, digamos que obviamente uno se puede preguntar, si yo estudio filosofía, ¿qué hago después? Desde tu experiencia como profesora, ¿por qué seguir insistiendo en enseñar filosofía? 


Quintana: Pienso que la filosofía, en general, puede ser profundamente útil en un sentido vital, sobre todo en un mundo dominado por el productivismo, que impone un ritmo acelerado de rendimiento y absorción maníaca, sin dejar espacio para detenerse y pensar. Sin embargo, detenerse y pensar es fundamental: no solo para comprender el mundo en que habitamos, sino también para asumir un comportamiento ético. Muchos de los problemas que hoy enfrentamos, tanto en las relaciones interhumanas como en lo político, tienen que ver con mentalidades banales, habituadas a reproducir lo que dictan la época y los otros, sin interrogarlo.


Por eso sigue siendo crucial -aunque suene a cliché- el gesto de atreverse a pensar. Desde la Ilustración kantiana, se trata de poner en cuestión lo que recibimos como evidente solo porque ha sido establecido como tal. Esa formación crítica, tan invocada en manuales, programas y proyectos institucionales, rara vez se practica de verdad. Con frecuencia, en las aulas de colegios y universidades no se impulsa la interrogación de lo dado para quitarle su supuesta naturalidad. No toda filosofía lo logra, pero muchas corrientes y pensadores han asumido precisamente esa tarea: desnaturalizar lo que se presenta como sentido común.


Esta función resulta vital para cualquiera y sería deseable que se difundiera más en el presente. En mi experiencia docente, me preocupa constatar en estudiantes de formación básica la dificultad para mantener la atención, un fenómeno ya muy estudiado a propósito de los nuevos medios y de los hábitos que estos han instalado. Falta paciencia para afrontar lo difícil, para leer con cuidado, para escuchar con continuidad, y persiste la angustia de aburrirse. Todo esto ha erosionado hábitos cognitivos esenciales para comprenderse a sí mismos y para comprender el mundo.


La filosofía exige justamente lo contrario: textos que, aunque difíciles, requieren paciencia, atención y reflexión para ser comprendidos y digeridos. Además de este valor formativo general, la filosofía ofrece también capacidades más especializadas: el análisis conceptual, la producción conceptual y la creatividad, capacidades que hoy más que nunca se han vuelto imprescindibles.

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